viernes, 1 de noviembre de 2013

Relato: Geheimnisnacht


Para que leáis esta noche, día de los difuntos, os traigo un relato propio relacionado con este tema, y por supuesto, con nuestro universo miniaturil.

¡Espero que os guste!






GEHEIMNISNACHT


"Debemos reunir a nuestros muertos para ir a la guerra.
Dejar que se unan a nuestras filas o seremos nosotros
 los que acabaremos por unirnos a las suyas"

-vidente eldar-
  


Todo estaba dispuesto. Con un grácil movimiento de su mano, las gemas-alma se elevaron en un círculo perfecto y danzaron en el aire hasta sincronizarse en una armonía de color y destellos luminosos. El baile comenzó a coger velocidad, hasta que cuando alcanzaron un ritmo vertiginoso, sus colores arco-iris se fundieron en una única y destellante luz blanca. El vidente sacó su cuchillo ritual, y haciéndose un finísimo corte en la punta del dedo, salpicó a las runas. Con el ritual completo, el vidente se relajó, y expandió su mente hasta que norte y sur perdieron su sentido. Podía ver lo que oía, saborear lo que veía, tocar los sentimientos. Sumido en ese estado de trance, se limitó a observar lo que las runas le mostraban…
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Ignace se encontraba muy cansado y de muy mal humor. Segar la cosecha durante todo el día, para ofrecer sus pingües beneficios a un señor feudal no era precisamente su actividad favorita. Aquellos petimetres, que compraban sus poderosos caballos y buenas espadas estalianas con el dinero ganado con el sudor de su frente se pasaban los días de acá para allá, defendiendo el reino, según decían ellos.

El enflaquecido y harapiento campesino se sentó a la mesa y contempló su apestoso plato de gachas. Gachas. Otra vez. Se levantó malhumorado rezongando maldiciones sobre los “nobles” caballeros bretonianos y por donde se podían meter sus lanzas y con quién podían fornicar sus caballos. Con una botella de vino de la mano contempló por la ventana de su vacía choza a la luna.



Morrslieb se encontraba en su apogeo, plena, refulgiendo un oscuro color verde enfermizo. Esta noche, tenía una luz casi, casi seductora, e Ignace sentía que podía quedarse observándola horas. Cuanto más la miraba, más sentimientos encontrados sentía pero había uno que predominaba: El miedo. El vello de la nuca comenzó a erizársele y un frío sobrenatural le recorría por dentro el cuerpo, pero no podía dejar de mirarla. Unos chilliditos le sacaron de su ensoñación e Ignace miró hacia abajo. –¡Jodida rata!- exclamó asustado, y propinándole una patada al roedor se volvió a sentar en la mesa a acabar su botella de vino para serenarse. Después de unos cuantos tragos, y con el cuerpo todavía temblando de miedo, expresó en voz alta sus pensamientos: -¿Dónde están los caballeros la Noche del Solsticio?
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Nunca había sido muy aconsejable caminar de noche por las calles de la ciudad-colmena Nostramo Primus, siempre envuelta en una eterna oscuridad. Pero esa noche, Rumen se tuvo que quedar en la mina de adamantium trabajando hasta tarde por un problema con uno de los servidores. Había discutido con sus ayudantes por ese tema, pero como siempre, él tenía razón: El servidor no tenía arreglo y tendrían que pedir uno nuevo al administratum.
Embozado, y con la capucha echada hacia delante, se dirigió apresuradamente hasta la boca del transbordador magnético más cercana. Por el camino se fijó en la luna.

De un color verde enfermizo, hoy era luna llena. Estaba iluminada, pero no daba luz. Y si te detenías a mirarla, incluso parecía que había rostros macabros y sonrientes, cambiando, mutando en su superficie. Pero mejor no detenerse mucho. Rumen estaba ya harto de caminar por las calles superpobladas del barrio de los mineros y cogió una bocacalle poco transitada. Sólo esperaba que esa luna tan extraña no animara a mutantes y a asesinos a sentirse especialmente activos esa noche. Aceleró el paso con la mirada fija en la luna sobrenatural. Lentamente su miedo a los depravados que pudieran rondar la calle, fue haciendo mella en el enjuto obrero. Oída ruidos extraños por todas partes, sentía que había cientos de pares de ojos mirándole desde los balcones y las alcantarillas, y el miedo amenazaba con terminar de apoderarse de él. Con el corazón en la boca, aumentó aún más el paso. Con un gran esfuerzo de su parte, desvió la  mirada del siniestro satélite y volvió a mirar al suelo.
Prácticamente corría, cuando vio a las cuatro figuras envueltas en trapos y telas negras paradas de frente. De la manga de uno de ellos asomaba un tentáculo que agarraba un reluciente cuchillo.

Se había ido diciendo que caminar por aquella callejuela había sido una mala idea, pero ya estaba cerca de la boca del transbordador. Ahora sabía que no saldría de allí vivo, y el miedo se apoderó definitivamente de él.
Sin saber por qué, de repente recordó la discusión con sus ayudantes. Odiaba tener siempre razón.

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Ese olor no era normal. La hedionda peste a almizcle inundó su nariz y a Ignace se le revolvieron las tripas. Sin poder controlarse, se agachó y vomitó las gachas y el vino que había  ingerido. A cuatro patas, y deshaciéndose de la poca cena que le quedaba en su estómago, descubrió la fuente del olor: Cientos de ratas se habían estado colando en su casa mientras él bebía y miraba a la luna. Las ratas le correteaban por todas partes dándole pequeños mordiscos y arañazos. El campesino se reincorporó de un brinco, y corrió por todas partes propinando patadas, sacudiéndose el cuerpo y chillando mientras los roedores intentaban comerse sus partes blandas. Gritando enloquecido de dolor, consiguió llegar hasta la chimenea y abalanzarse sobre el fuego. Las llamas acabaron con las ratas que tenían encaramadas al cuerpo, pero rápidamente el fuego se propagó por toda la cabaña y por su cuerpo. Ardiendo como una tea en mitad de la noche, se tiró al suelo, se arrastró y rodó hasta apagar las llamas.



Levantándose, observó como su casa ardía y las ratas chillaban en el interior del descontrolado fuego. Maldiciendo una vez más su destino, se sentó en una piedra a ver como ardía la cabaña. Pasó un largo rato hasta que por fin se dio cuenta de que no eran las miles de ratas de su casa las que chillaban. Enfocando la vista con sus ojos llorosos vio como una horda de… ¿hombres-rata? corría a dos patas, con cuchilllos supurantes de veneno y ojos enloquecidos, directas hacia él. Siempre había pensado que los cuentos de los hombres-rata se les contaba a los niños bretonianos para que se acostaran. Y ahora se encontraba, en la Noche del Solsticio, huyendo despavorido de decenas de esos terrores infantiles.



Súbitamente, un hombre a caballo, con un dragón en el casco y en el emblema familiar del escudo, atropelló a las criaturas mutantes. -¡Alabada sea la dama!- exclamó Ignace. Aquella bendición de hombre las mataba a pares. El caballo, coceaba y aplastaba cráneos, mientras que su jinete cercenaba miembros y cabezas como Ignace segaba la mies.

Una criatura saltó sobre la espalda del jinete, pero sin ni siquiera prestarla atención el caballero andante se giró y la aplastó en el aire con un golpe de escudo. Espoleó a la gigantesca montura, y volvió a hacer otra pasada como la primera, saltando brazos, colas y cabezas por todas partes, recreándose silenciosamente en su masacre. Aquello fue suficiente para los mutantes y los pocos que habían salvado la vida huyeron entre chilliditos, desapareciendo en la noche.

Su amo y salvador, frenó a su montura y se dirigió a Ignace.
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Los mutantes se deshicieron de los harapos negros y corrieron hacia Rumen. Una masa informe de brazos y colmillos babeantes se abalanzó sobre el asustado minero. Rumen sintió como una cola se le enredaba entre las piernas  y cayó al suelo. Chillando aterrorizado, sintió como le alzaban en volandas y sólo veía fauces enormes. De repente salió despedido hacia la pared, empotrándose contra los ladrillos.

Asombrado, vio como un gigante se alzaba sobre sus agresores. Los mutantes se separaron y rodearon al desconocido, atacándole desde todas partes. Le clavaron una de sus manos terminadas garras en un costado, pero aquel gigante, soportando el dolor, aplastó el cráneo del engendro con sus manos desnudas. Deshaciéndose del cuerpo, rodó con una velocidad sobrehumana por el suelo, esquivando así los coletazos de las criaturas restantes. De una voltereta saltó al cielo, y se encaramó a un a balcón saliente de la pared. Saltó con los brazos extendidos y tal era su velocidad de movimientos, que costaba seguir con la vista cómo desenfundaba un par de garras metálicas en cada mano. En ese momento comenzó la verdadera carnicería. Sajaba y destripaba a las bestias como si no estuvieran allí. Moviéndose como un demonio, giraba y saltaba despezando a sus enemigos. La fuerza y salvajismo que imprimía a cada golpe, hacía que las garras chispearan cuando atravesaba a los mutantes y chocaba con la pared de la calle.

Sólo cuando los engendros se habían convertido en una pulpa sanguinolenta, el benefactor anónimo terminó su matanza. Rumen se postró de hinojos delante del hombre y se aferró a su pierna bañada en sangre. -¡Gracias, gracias!- lloró desconsoladamente. Miró hacia arriba, y con los ojos lleno de lágrimas preguntó a su salvador: -¿quién eres?.
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El caballero de roja armadura se levantó la visera del casco y contestó a Ignace: -Para ti, criaturilla, soy el Terror de Aquitania, el Duque Rojo. Hoy es Geheimnisnacht. Y esta es mi noche-. Abrió una enorme boca de colmillos gigantes, y se cernió sobre Ignace.
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El gigante pálido y de pelo lacio, miró a Rumen con unos ojos completamente negros y cargados de violencia le susurró:

 -Soy el Acechante Nocturno. Y esta es mi noche. Difunde el terror. Difunde mi nombre.-

En su mano volvieron a aparecer las garras de la nada, y con una mueca de desdén y el asesinato como una promesa en su mirada, fijó esos ojos espantosos en el hombrecillo agarrado a su pierna.
Rumen, adivinando las intenciones del Acechante Nocturno salió despavorido. Chillando estas palabras susurradas, corrió enloquecido calle abajo.
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...El vidente perdió la concentración y las danzantes piedras alma cayeron a plomo sobre el octograma de hueso espectral. Sin aliento por el miedo experimentado, vívido todavía en sus recuerdos como si lo visto, lo hubiera sufrido él mismo, recogió las piedras, ahora con un desconcertante color verde, y se retiró a sus aposentos. Echó una última ojeada a las piedras, antes multicolor, y ahora todas de un inquietante verde oscuro. Sin saber realmente si lo que le hacían sentir ahora era miedo, y sin poder apartar la vista de ellas, se quedó mirándolas un rato…

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