Para que leáis esta noche, día de los difuntos, os traigo un relato propio relacionado con este tema, y por supuesto, con nuestro universo miniaturil.
¡Espero que os guste!
GEHEIMNISNACHT
"Debemos reunir a nuestros muertos para ir a la guerra.
Dejar que se unan a nuestras filas o seremos nosotros
los que acabaremos por
unirnos a las suyas"
-vidente eldar-
Todo estaba dispuesto. Con un
grácil movimiento de su mano, las gemas-alma se elevaron en un círculo perfecto
y danzaron en el aire hasta sincronizarse en una armonía de color y destellos
luminosos. El baile comenzó a coger velocidad, hasta que cuando alcanzaron un
ritmo vertiginoso, sus colores arco-iris se fundieron en una única y
destellante luz blanca. El vidente sacó su cuchillo ritual, y haciéndose un
finísimo corte en la punta del dedo, salpicó a las runas. Con el ritual
completo, el vidente se relajó, y expandió su mente hasta que norte y sur
perdieron su sentido. Podía ver lo que oía, saborear lo que veía, tocar los
sentimientos. Sumido en ese estado de trance, se limitó a observar lo que las
runas le mostraban…
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Ignace se encontraba muy cansado
y de muy mal humor. Segar la cosecha durante todo el día, para ofrecer sus
pingües beneficios a un señor feudal no era precisamente su actividad favorita.
Aquellos petimetres, que compraban sus poderosos caballos y buenas espadas
estalianas con el dinero ganado con el sudor de su frente se pasaban los días
de acá para allá, defendiendo el reino, según decían ellos.
El enflaquecido y harapiento
campesino se sentó a la mesa y contempló su apestoso plato de gachas. Gachas.
Otra vez. Se levantó malhumorado rezongando maldiciones sobre los “nobles”
caballeros bretonianos y por donde se podían meter sus lanzas y con quién
podían fornicar sus caballos. Con una botella de vino de la mano contempló por
la ventana de su vacía choza a la luna.
Morrslieb se encontraba en su
apogeo, plena, refulgiendo un oscuro color verde enfermizo. Esta noche, tenía
una luz casi, casi seductora, e Ignace sentía que podía quedarse observándola
horas. Cuanto más la miraba, más sentimientos encontrados sentía pero había uno
que predominaba: El miedo. El vello de la nuca comenzó a erizársele y un frío
sobrenatural le recorría por dentro el cuerpo, pero no podía dejar de mirarla.
Unos chilliditos le sacaron de su ensoñación e Ignace miró hacia abajo.
–¡Jodida rata!- exclamó asustado, y propinándole una patada al roedor se volvió
a sentar en la mesa a acabar su botella de vino para serenarse. Después de
unos cuantos tragos, y con el cuerpo todavía temblando de miedo, expresó en voz
alta sus pensamientos: -¿Dónde están los caballeros la Noche del Solsticio?
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Nunca había sido muy aconsejable
caminar de noche por las calles de la ciudad-colmena Nostramo Primus, siempre
envuelta en una eterna oscuridad. Pero esa noche, Rumen se tuvo que quedar en
la mina de adamantium trabajando hasta tarde por un problema con uno de los
servidores. Había discutido con sus ayudantes por ese tema, pero como siempre,
él tenía razón: El servidor no tenía arreglo y tendrían que pedir uno nuevo al
administratum.
Embozado, y con la capucha echada
hacia delante, se dirigió apresuradamente hasta la boca del transbordador
magnético más cercana. Por el camino se fijó en la luna.
De un color verde enfermizo, hoy era
luna llena. Estaba iluminada, pero no daba luz. Y si te detenías a mirarla,
incluso parecía que había rostros macabros y sonrientes, cambiando, mutando en
su superficie. Pero mejor no detenerse mucho. Rumen estaba ya harto de caminar
por las calles superpobladas del barrio de los mineros y cogió una bocacalle
poco transitada. Sólo esperaba que esa luna tan extraña no animara a mutantes y
a asesinos a sentirse especialmente activos esa noche. Aceleró el paso con la
mirada fija en la luna sobrenatural. Lentamente su miedo a los depravados que
pudieran rondar la calle, fue haciendo mella en el enjuto obrero. Oída ruidos
extraños por todas partes, sentía que había cientos de pares de ojos mirándole
desde los balcones y las alcantarillas, y el miedo amenazaba con terminar de
apoderarse de él. Con el corazón en la boca, aumentó aún más el paso.
Con un gran esfuerzo de su parte, desvió la mirada del
siniestro satélite y volvió a mirar al suelo.
Prácticamente corría, cuando vio
a las cuatro figuras envueltas en trapos y telas negras paradas de frente. De
la manga de uno de ellos asomaba un tentáculo que agarraba un reluciente
cuchillo.
Se había ido diciendo que caminar
por aquella callejuela había sido una mala idea, pero ya estaba cerca de la
boca del transbordador. Ahora sabía que no saldría de allí vivo, y el miedo se
apoderó definitivamente de él.
Sin saber por qué, de repente
recordó la discusión con sus ayudantes. Odiaba tener siempre razón.
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Ese olor no era normal. La hedionda
peste a almizcle inundó su nariz y a Ignace se le revolvieron las tripas. Sin
poder controlarse, se agachó y vomitó las gachas y el vino que había ingerido. A cuatro patas, y
deshaciéndose de la poca cena que le quedaba en su estómago, descubrió la fuente
del olor: Cientos de ratas se habían estado colando en su casa mientras él
bebía y miraba a la luna. Las ratas le correteaban por todas partes dándole
pequeños mordiscos y arañazos. El campesino se reincorporó de un brinco, y
corrió por todas partes propinando patadas, sacudiéndose el cuerpo y chillando
mientras los roedores intentaban comerse sus partes blandas. Gritando
enloquecido de dolor, consiguió llegar hasta la chimenea y abalanzarse sobre el
fuego. Las llamas acabaron con las ratas que tenían encaramadas al cuerpo, pero
rápidamente el fuego se propagó por toda la cabaña y por su cuerpo. Ardiendo como una tea en mitad de la noche, se tiró al suelo, se arrastró y rodó
hasta apagar las llamas.
Levantándose, observó como su
casa ardía y las ratas chillaban en el interior del descontrolado fuego.
Maldiciendo una vez más su destino, se sentó en una piedra a ver como ardía la
cabaña. Pasó un largo rato hasta que por fin se dio cuenta de que no eran las
miles de ratas de su casa las que chillaban. Enfocando la vista con sus ojos
llorosos vio como una horda de… ¿hombres-rata? corría a dos patas, con
cuchilllos supurantes de veneno y ojos enloquecidos, directas hacia él. Siempre
había pensado que los cuentos de los hombres-rata se les contaba a los niños
bretonianos para que se acostaran. Y ahora se encontraba, en la Noche del
Solsticio, huyendo despavorido de decenas de esos terrores infantiles.
Súbitamente, un hombre a caballo,
con un dragón en el casco y en el emblema familiar del escudo, atropelló a las
criaturas mutantes. -¡Alabada sea la dama!- exclamó Ignace. Aquella bendición
de hombre las mataba a pares. El caballo, coceaba y aplastaba cráneos, mientras
que su jinete cercenaba miembros y cabezas como Ignace segaba la mies.
Una criatura saltó sobre la
espalda del jinete, pero sin ni siquiera prestarla atención el caballero
andante se giró y la aplastó en el aire con un golpe de escudo. Espoleó a la
gigantesca montura, y volvió a hacer otra pasada como la primera, saltando
brazos, colas y cabezas por todas partes, recreándose silenciosamente en su masacre. Aquello fue suficiente para los
mutantes y los pocos que habían salvado la vida huyeron entre chilliditos,
desapareciendo en la noche.
Su amo y salvador, frenó a su
montura y se dirigió a Ignace.
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Los mutantes se deshicieron de
los harapos negros y corrieron hacia Rumen. Una masa informe de brazos y
colmillos babeantes se abalanzó sobre el asustado minero. Rumen sintió como una
cola se le enredaba entre las piernas
y cayó al suelo. Chillando aterrorizado, sintió como le alzaban en
volandas y sólo veía fauces enormes. De repente salió despedido hacia la pared,
empotrándose contra los ladrillos.
Asombrado, vio como un gigante se
alzaba sobre sus agresores. Los mutantes se separaron y rodearon al
desconocido, atacándole desde todas partes. Le clavaron una de sus manos
terminadas garras en un costado, pero aquel gigante, soportando el dolor,
aplastó el cráneo del engendro con sus manos desnudas. Deshaciéndose del
cuerpo, rodó con una velocidad sobrehumana por el suelo, esquivando así los
coletazos de las criaturas restantes. De una voltereta saltó al cielo, y se
encaramó a un a balcón saliente de la pared. Saltó con los brazos extendidos y
tal era su velocidad de movimientos, que costaba seguir con la vista cómo
desenfundaba un par de garras metálicas en cada mano. En ese momento comenzó la
verdadera carnicería. Sajaba y destripaba a las bestias como si no estuvieran
allí. Moviéndose como un demonio, giraba y saltaba despezando a sus enemigos.
La fuerza y salvajismo que imprimía a cada golpe, hacía que las garras
chispearan cuando atravesaba a los mutantes y chocaba con la pared de la calle.
Sólo cuando los engendros se
habían convertido en una pulpa sanguinolenta, el benefactor anónimo terminó
su matanza. Rumen se postró de hinojos delante del hombre y se aferró a su
pierna bañada en sangre. -¡Gracias, gracias!- lloró desconsoladamente. Miró
hacia arriba, y con los ojos lleno de lágrimas preguntó a su salvador: -¿quién
eres?.
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El caballero de roja armadura se
levantó la visera del casco y contestó a Ignace: -Para ti, criaturilla, soy el
Terror de Aquitania, el Duque Rojo. Hoy es Geheimnisnacht. Y esta es mi noche-.
Abrió una enorme boca de colmillos gigantes, y se cernió sobre Ignace.
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El gigante pálido y de pelo
lacio, miró a Rumen con unos ojos completamente negros y cargados de violencia le susurró:
-Soy el Acechante Nocturno. Y esta es mi noche. Difunde el
terror. Difunde mi nombre.-
En su mano volvieron a aparecer
las garras de la nada, y con una mueca de desdén y el asesinato como una
promesa en su mirada, fijó esos ojos espantosos en el hombrecillo agarrado a su
pierna.
Rumen, adivinando las intenciones
del Acechante Nocturno salió despavorido. Chillando estas palabras susurradas,
corrió enloquecido calle abajo.
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...El vidente perdió la concentración
y las danzantes piedras alma cayeron a plomo sobre el octograma de hueso
espectral. Sin aliento por el miedo experimentado, vívido todavía en sus
recuerdos como si lo visto, lo hubiera sufrido él mismo, recogió las piedras,
ahora con un desconcertante color verde, y se retiró a sus aposentos. Echó una
última ojeada a las piedras, antes multicolor, y ahora todas de un inquietante
verde oscuro. Sin saber realmente si lo que le hacían sentir ahora era miedo, y sin
poder apartar la vista de ellas, se quedó mirándolas un rato…
Gran relato si señor!!!
ResponderEliminarMe ha molado mucho mucho
ResponderEliminarmuy bueno!!!
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